lunes, 22 de diciembre de 2014

¿Cómo crear? por Montiel de Arnáiz





CÓMO CREAR

Montiel de Arnáiz





           

            Veinte años atrás el escritor Juancho Armas Marcelo vino a Cádiz a presentar una de sus obras y le pidió a mi padre, que también es escritor, que fuera a buscarlo en coche al aeropuerto de Jerez de la Frontera. Ya en aquel entonces era aquello un gran aparcamiento frente a una liviana pista de aterrizaje, quinientos metros después del más famoso prostíbulo de la provincia: el “Don Tico”. Como había cuarenta y cinco minutos de viaje el jefe me dijo que lo acompañara y allá fui. Juancho es un escritor canario de gran trayectoria y mayor reconocimiento pero, sobre todo, es un madridista de los que piensan que todo se hace mal, hasta cuando se gana. “Pesimista”, creo que es el término científico. Por lo demás, era y es un tipo chuflón, simpático y gracioso. El viaje de vuelta, por tanto, se nos hizo breve. Llegamos, según recuerdo, al antiguo hotel Atlántico de Cádiz y allí, en su habitación, mientras vaciaba la maleta, mi padre le dijo que yo también escribía: había ganado un premio y me habían publicado en alguna revista. Juancho me miró, socarrón, y me espetó con voz del trópico que yo era muy joven.



            “¡Carajo! ¡Te queda mucho aún por vivir!”, me dijo entre carcajadas.

            “Para escribir hay que vivir, y lo que es más importante, ¡hay que follar!”.



La cara de mi padre palideció y yo mismo aguanté el tipo desde mi minoría de edad, casi sin hablar. Juancho terminó de desdoblar la camisa blanca de lino -no le recuerdo en esa época con guayabera- y zanjó la cuestión diciéndome: “primero folla y luego escribe”, en un enrevesado remedo del “primum vivere, deinde philosophari”.



Quede claro, ante todo, que vamos a interpretar la orden como si fuera un silogismo: si para escribir hay que vivir y para vivir hay que follar, para escribir necesariamente hay que follar. O sea, que cada uno saque sus conclusiones. Lo cierto es que Armas Marcelo tenía razón, antes de escribir debía vivir mucho, con intensidad, equivocarme y acertar, tener suerte de la buena o de la puerca, luchar en vano, rendirme en balde y, sobre todo, para crear, tenía que leer que también es vivir (y follar).



Y llegamos pues, al punto clave de este texto: el resumen de su estructura:



             “Leer, escribir, corregir”



No hay un solo autor que me guste que no sea un bibliófilo (lo adecuado sería añadir “empedernido” pero un corrector puntero como Bea Magaña me lo borraría, por redundante). En una ocasión hablé con un escritor, de cierta fama por estos bajos andurriales, que me confesó que había estado más de diez años sin disfrutar de un solo libro. De joven había leído mucho pero llegó un momento en que se hartó y lo dejó.



            “Lo he dejado”, diría, como quien fuma grifa del moro.



¿Cómo se puede dejar de leer? Ese día empecé a despreciar a ese escritor, sin quererlo ni desearlo, pues me había ofendido profundamente: era un escritor que se renegaba de la lectura. Algo parecido a un autolítico.



Antes de empezar a escribir, leí todo lo que pasó por mis manos, que era mucho, pues la biblioteca de casa de mis padres era ya entonces de esas en las que las arañas tienen enlace sindical. Allí descubrí los Episodios Nacionales, la España Invertebrada de Baroja, las Aventuras de Enid Blyton, El Padrino de Mario Puzo, la Historia Interminable con su edición en dos colores, a Dumas, Salgari, Conan Doyle, García Márquez y Vargas Llosa, e incluso a Carlos Fuentes. Luego llegarían los Pérez-Reverte, Matheson, Borges, McCarthy, King o Auster. Para que nos entendamos: he leído de todo, sin complejos, aderezándolo con cómics (y novelas gráficas, como le gusta decir a Rafael Marín).



Dicho lo cual, antes de plantear métodos de planificación de la novela, desarrollo psicológico de los personajes, líneas confluyentes, tramas interrelacionadas, cliffhangers, documentaciones exhaustivas, horarios insomnes, multidiccionarios, cafés cargaditos, hipermetropía avanzada, flashbacks varios y final sorpresivo y/o Deus ex machina... Hay que leer mucho-muchísimo, que diría Quiñones.



Leer hasta quedarse ciego y convertirse en argentino, si puede ser.



Y tras eso, nos lanzaremos a escribir. Decía Francisco Umbral que, como todo buen profesional, cuando alguien quería dedicarse al noble y bello oficio de escribir lo primero que debía hacer era dominar sus herramientas de trabajo. O sea: hacerse con el Diccionario de la Lengua Española y leérselo desde la “a: 1. f. Primera letra del abecedario español y del orden latino internacional, que representa un fonema vocálico abierto y central” hasta “zurullo” (o la palabra final que sea de la citada obra, recientemente incluida en el top-ten de los libros más vendidos en 2014, para mayor gloria del mercado editorial).



         Lo confieso: yo no pude.



Quizás sea relevante el hecho de que uno no pueda morir y vivir a un tiempo o, al menos, no de forma correlativa. Yo lo pienso, tú lo piensas y Montero Glez lo piensa: leerse el diccionario sin una motivación oportuna (encontrar algo concreto) es un coñazo. Pero Umbral lo recomendaba y algo de razón sí que llevaba. Para escribir es necesario un cierto dominio -junto con vivir y eso que los escritores de antaño llamaban “follar”- de los esquemas gramaticales, las puntuaciones, los recursos estilísticos, la ortografía y la sintaxis. Y todo eso se adquiere... leyendo, absorbiendo, haciendo propio lo ajeno de un modo legal y no violento. Y practicando, ensayando. Escribiendo.



Como puede verse no estoy planteando el manual al uso sobre cómo crear una novela o un relato, o cuál es mi proceso creativo sino que estoy centrándome en una serie de herramientas y aptitudes que deben tenerse, obtenerse y desarrollarse. Pero claro, imagino que el lector, harto de leer, quiere sentarse a escribir como un poseso de una vez, entrar en trance, anotar en Facebook que ha escrito treinta mil palabras en un día y sentirse satisfecho de sí mismo y su organismo, decirse soy “Pepito Pérez, escritor” (mi vieja teoría: escritor es todo aquel que se llama escritor en Twitter), siendo inconsciente del grave riesgo que corre.

           

Es fundamental escribir mucho, practicar, ensayar, jugar con uno mismo y sus capacidades, pero más importante aún es saber corregir. Hay que ponerle las cosas fáciles a los correctores y, sobre todo, al editor que vaya a apostar por el texto. Ha de corregirse una y otra vez para dejarlo lo más depurado posible. Yo suelo macerar la idea en la cabeza varios días para después ponerme en modo “Pietro Maximoff”; tengo ese superpoder: escribo tela de rápido. Pero luego hay que revisar  lo escrito con exhaustividad, leer despacio, incluso en voz alta, el texto. Declamándolo si es necesario. La errata, esa errata maldita que crees haber erradicado de su texto, sigue ahí: se esconde de tí. En la primera página de la novela, incluso, como me confesó bastante enfadado un buen novelista que reside en Alemania.



Como bien dijo mi amigo J.G. Mesa en esta misma ventana, cada vez menos secreta (en entradas antiguas lo encontraréis), si se ha pegado el atracón de escribir y trasnochar, el trabajo por la mañana, al despertar, será doble. Es entonces cuando descubrimos que el frenesí nocturno, lo de esa noche loca, fue un push-up, pestañas postizas y el calor desorientador de la oscuridad.



            Blanca Suárez was not there.



No quiero pontificar sobre cómo hay que escribir, sobre si hay que plantear las tramas en libretas, hacer fichas de personajes, o si como dice Javier Marías ha de crearse una novela ambigua para que sea buena (lo dirá por Chirbes). Saco del bolsillo interior de la chaqueta un ramillete de frases hechas y lugares comunes que me ahorran esfuerzo: 1) Para gustos, colores. 2) Cada maestrillo tiene su librillo. Cada escritor -consagrado o novel- sabrá qué tipo de obra quiere crear: una novela larga o corta, un cuento, un microrrelato, un tuit. Eso debe decidirlo el que escribe y escoger su propio método creador. Lo único que le aconsejaría, simplemente, sería leer mucho, porque de esa multi-lectura aparecerá en el acervo privado una útil variedad de suertes a su alcance; escribir mucho, porque como todo músculo, la prosa se engrasa ejercitándolo, pero, ojo, disfrutando, todo lo que se pueda (no se debe escribir como obligación: cuando un párrafo no te convenza, bórralo entero y escríbelo de nuevo) y por último corregir, y hacerlo sin piedad, porque ha de tenerse la suficiente capacidad autocrítica para ver lo que sobra y lo que desmerece un buen texto.


2 comentarios:

  1. Totalmente de acuerdo en todo. Para escribir hay que leer, y mucho. Para ser escritor no basta con acumular palabras día tras día ni autoproclamarse tal, sino que hay que corregir, y mucho también. Y, sobre todo, estoy cien por cien de acuerdo en eso de que "la errata se esconde de tí", así, con ese acento en la i que duele tanto a los ojos. Me ha parecido MUY ingenioso que hayas colado ese error adrede como ejemplo de errata rebelde :D. Un abrazo.

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